Autor de mayo:
FRANCISCO ANDRÉS ESCOBAR
Para unos fue don Paco, el docente universitario que sabía enseñar con la pasión de cuando los maestros daban la vida por transmitir el pan del saber; para otros, el señor del bolso de cuero y de sandalias que compartía una sonrisa apacible; para otros, el poeta que logró decir en versos sencillos, profundos, que el amor entre los seres humanos es la antesala del reino de los cielos aquí en la tierra, pero había que construirlo todos los días, sin descanso.
Nadie imaginaría que Francisco Andrés, el tan esperado articulista de los días sábados, Premio Nacional de Cultura 1996, ganador del Premio Hispanoamericano de Quetzaltenango, tuvo que ejercer cargos tan disímiles a su vocación de escritor: se desempeñó como trabajador social y jefe de la Sección de Control de Becas de la Universidad de El Salvador (1965-1972), profesor y jefe del Departamento de Estudios de la Escuela de Trabajo Social (1973-1975). También, fue profesor de literatura en el Externado de San José (San Salvador, 1976-1980), en momentos en que cursaba su licenciatura en Ciencias Políticas, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (1974-1977). Sin duda es aquí donde nace su gran pasión por la enseñanza, la cual duraría hasta sus últimos días.
Francisco Andrés Escobar nació el 10 de octubre de 1942 y falleció el 9 de mayo de 2010, dejando tras de sí una producción intelectual de gran valía. Poeta, ensayista, dramaturgo, narrador, articulista, actor, docente universitario, formador de maestros y escritores, académico de la Lengua, animador de proyectos relacionados con las artes… en todo esto brilló nuestro autor del mes.
Actuó en las obras Uvieta, El héroe, Escenas cumbres, Almas que mueren, El diario de un loco, en diversos montajes del Ballet de Alcira Alonso, en la película Trampas para un gato y en su propia obra dramático-biográfica, dedicada a la vida de Alfredo Espino.
En 1983, dirigió las producciones teatrales Alturas de Macchu Picchu (basada en poemas de Pablo Neruda), Los nietos del jaguar (con textos de Pedro Geoffroy Rivas) y Cartas escritas cuando crece la noche (con poemas de Claudia Lars). Ha dirigido dos obras de su propia autoría: Un tal Ignacio (San Salvador, 1993-1994, dedicada a la biografía del rector y sacerdote jesuita Ignacio Ellacuría), De la sal y la rosa (biografía teatral de la escritora Claudia Lars) y La lira, la cruz y la sombra, que relata la biografía del poeta Alfredo Espino.
Varios de sus más importantes ensayos dedicados a la temática de la identidad salvadoreña figuran en los volúmenes: Tradición y modernidad en El Salvador (1993), Cultura y desarrollo en El Salvador (1994) y La sociedad civil en la cultura (1995), publicados en la capital salvadoreña por la fundación alemana Konrad Adenauer.
Fue biógrafo y tratadista de Oswaldo Escobar Velado, Claudia Lars, Alfredo Espino e Ignacio Ellacuría. Ha sido prologuista de Antoine de Saint-Exupéry, Ernest Hemingway, Hugo Lindo, José Rutilio Quezada, entre otros. Varios de sus poemas fueron conocidos en pliegos sueltos y opúsculos, titulados: Antesala al silencio (1979), Nuestro Señor de las Milpas (1980) y Angelus (1980).
Entre sus obras publicadas se encuentran: Andante cantábile (cuentos, San Salvador, 1973, con prólogo de la Dra. Matilde Elena López), Una historia de pájaros y niebla (San José, Costa Rica, 1978 y 1981, con palabras prologales de Franz Bargaz), Petición y ofrenda (poesía, San Salvador, UCA Editores, 1979, con prólogo de Ítalo López Vallecillos), Ofertorio (poesía, San Salvador, Comisión Nacional de Justicia y Paz, 1979, con ilustraciones de Edgardo Valencia), Agnus Dei-Bendición de la nana-Monólogo interior frente a mi hijo (poesía, en la compilación Desde que el alba quiso, Nueva San Salvador, 1995), Solamente una vez (antología poética, San Salvador, DPI-CONCULTURA, 1997) y El país de donde vengo (San Salvador, 1998, compilación de algunas de sus crónicas personales, aparecidas desde hace varios años en las páginas sabatinas de La Prensa Gráfica).
La Cámara Salvadoreña del Libro le rindió, en abril de 2004, un reconocimiento en el marco de las celebraciones del Día Mundial del Libro y los Derechos de Autor. También la UCA le hizo un homenaje en vida, en el 2000.
La Secretaría de Cultura de la Presidencia presenta con orgullo al autor del mes de mayo: Francisco Andrés Escobar, quien sin lugar a dudas ocupa un sitial importante en la literatura salvadoreña de todos los tiempos.
Francisco Andrés Escobar. Por Ana de Pacas
Fue un trabajador de la palabra, su obra muestra evidentes íconos poéticos, entre ellos, las imágenes de la muerte y la soledad que atraviesa su poesía de principio a fin con diversas variantes de manifestación. Su palabra ahonda en lo más profundo del ser humano y su poesía nos abre de lleno su vida no sólo a nivel profesional o sentimental, sino en todos sus aspectos.
En sus poemas establece relaciones directas entre las cosas y su variante imaginativa, pues están basados en los recuerdos, en la realidad, o en nuestra conciencia imaginativa, sobresaliendo de ello, la naturalidad con que da coherencia a partir del mundo que le rodea.
Su muerte ha dejado “Una gran pesadumbre en la arboleda”.
Francisco Andrés Escobar. Por Ana de Pacas
Fue un trabajador de la palabra, su obra muestra evidentes íconos poéticos, entre ellos, las imágenes de la muerte y la soledad que atraviesa su poesía de principio a fin con diversas variantes de manifestación. Su palabra ahonda en lo más profundo del ser humano y su poesía nos abre de lleno su vida no sólo a nivel profesional o sentimental, sino en todos sus aspectos.
En sus poemas establece relaciones directas entre las cosas y su variante imaginativa, pues están basados en los recuerdos, en la realidad, o en nuestra conciencia imaginativa, sobresaliendo de ello, la naturalidad con que da coherencia a partir del mundo que le rodea.
Su muerte ha dejado “Una gran pesadumbre en la arboleda”.
De Santos históricos y moralistas sociales
Discurso de Francisco Andrés Escobar al recibir el Premio Nacional de Cultura 1995 (fragmento)
El Salvador, con su historia tremenda y dolorosa, tiene en don Alberto Masferrer, en Monseñor Romero y en el presbítero y doctor Ignacio Ellacuría, a sus tres santos históricos y moralistas sociales que, sin altares ni catecismos o instrumentos de tortura personal, viven desde su muerte, hablan desde su silencio, iluminan desde su sombra, recuerdan desde su olvido, por lo que una vez hicieron y dijeron –cuando era la vida-, para ordenar esta tierra tan dejada de la mano del orden, la palabra y la racionalidad.
Maestros, profetas y mártires los tres, Masferrer, Monseñor y Ellacuría refulgen en la cultura salvadoreña por la calidad de sus vidas y por las condiciones de sus muertes, explicables a la luz de lo que quisieron que el país fuera y a la luz de lo que una parte del país no quiso ser.
Masferrer es el mártir moral. A Masferrer no lo mató una bala durante el oficio sagrado, ni lo aniquiló una ráfaga en madrugada funesta. A Masferrer lo asesinaron la ceguera, la indiferencia y la inmisericordia de los poderosos frente a los poseedores de todo sufrimiento.
Se puede asesinar a un hombre moralmente. Masferrer murió no el día de su muerte pobre, sino el día cuando el candidato presidencial de su tiempo, después de haber sido confirmado en el poder por la Asamblea Legislativa de entonces, viró en sus propósitos, traicionó las esperanzas populares, hizo a un lado la plataforma social concebida y predicada por don Alberto Masferrer, y se acomodó a las condiciones hegemónicas que le permitieran salvaguardarse en el poder. Cuando a unos meses de haberse sentado en el solio presidencial. Masferrer rompió con él y se marchó amargado a Guatemala, el maestro llevaba ya la muerte en el alma. Su plataforma vitalista –que le valió la persecución de quienes se empeñaron en verlo como un peligroso comunista, y el desprecio de quienes lo reputaron como un vulgar reformista- caía despedazada.
El deslave social se venía encima, y todo aquello que el maestro hubiera querido evitar mediante el uso de la razón y la justicia en el manejo de la cuestión social del país, tomaba la velocidad y la fuerza de una repunta cuyo turbión mayor iban a ser los hechos violentísimos de 1932.
Ideólogo, maestro, utopista, profeta, moralista social, Masferrer vio sus días finales en medio de la pobreza y de la soledad cimeras que habitualmente acompañan la finitud de todo hombre y de toda mujer fieles a sus ideales.
Monseñor Romero es mártir de sangre. Su corazón cayó fulminado, mientras hablaba con Dios en el oficio eucarístico. Él también quiso ordenar el desorden de la vida nacional y convertir a la misericordia los corazones más duros. Su propósito era detener otro deslave, mediante el recurso de hacer valer la razón moral por encima de la razón económica, de la razón política y de la razón militar. Al igual que Masferrer, sonó peligrosamente extremista para los intereses de unos, y extremadamente peligroso para los propósitos de otros. Puesto en el fuego cruzado, su sentencia de muerte le advino por su encontronazo directo contra todo poder, en elección radical a favor de quienes poco o nada tienen.
Del mismo modo como Masferrer se lanzó a las masas campesinas y obreras a hacerles saber sus derechos, y sistematizó su palabra en una obra ensayística y periodística que viene a constituir el primer pensamiento social articulado en El Salvador, Monseñor Romero inundó con su voz los cuatro costados de esta tierra, y legó una vasta obra homilética –doctrina teológica, análisis de realidad y visión profética- en cuyo cuerpo los pobres, los débiles y las víctimas son los elegidos del corazón del mártir.
Monseñor, al igual que el maestro de las Cartas a un obrero, El dinero maldito y el Mínimun vital, prestó voz a los de abajo para que la oyeran los de arriba, puso palabras a las apretadas lágrimas, en una desesperada búsqueda de la consolación social, pero se encontró, como Masferrer, con la desolación, el rechazo, la tergiversación y, en su caso personal, con la inmolación martirial.
Ignacio Ellacuría, el gran rector, comparte con el insigne arzobispo del martirio de sangre, y con él, y con Masferrer, el desespero por hacer del país un lugar de esperanza. Su aniquilamiento –para siempre injustificable y doloroso, como el martirio de Monseñor- privó al país y al mundo de uno de los pensamientos más lúcidos y de una de las voces más valientes de la última mitad del siglo.
Para Ellacuría, como para Masferrer y Monseñor, se imponía el deber de colocar por encima de todo la realidad del país, porque sabía que es el único modo para acceder al país de la realidad. Se imponía, también, una acción salvífica operante en la historia, pues entendía, según su decir personal, que “la historia de salvación pasa por la salvación de la historia”, y sabía con claridad que esta salvación histórica consiste en instalar –a través de los diversos modos y medios de cultivo de la realidad- el bien, en el lugar del mal; la verdad, en el lugar de la mentira; la libertad, en el lugar del cautiverio; la justicia, en el lugar de la injusticia.